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uiero comenzar agradeciendo la presencia hoy aquí de los Jefes de Estado o de Gobierno de muchos países amigos, así como la de numerosas personalidades que han ocupado en sus países esa alta responsabilidad en el pasado.
Deseo además saludar a las decenas de políticos y estudiosos que han contribuido a la realización de esta Conferencia sobre Transición y Consolidación Democrática, proyectada y organizada por la Fundación Gorbachov de Norteamérica y la Fundación para las Relaciones Internacionales y el Diálogo Exterior de España.
La participación de todos ustedes en los trabajos recién concluidos ha sido, por sí misma, un acontecimiento relevante. Han venido desde cuatro continentes y cerca de treinta países distintos. La variedad de sus procedencias geográficas y sus deseos compartidos de fortalecer el arraigo de una doctrina política que se asienta en el respeto y la libertad, es ya prueba de que la democracia no es monopolio de Oriente o de Occidente, del Norte o del Sur, sino que tiene vocación universal y puede y debe ser reconocida como el único sistema político digno de la especie humana.
Este deseo de ahondar en los fundamentos y exigencias de la consolidación democrática, -el deseo más noble que puede abrigar quien desempeña una responsabilidad política-, lo han sentido ustedes con la suficiente fuerza como para desplazarse hasta aquí en un momento difícil.
Pocas veces, hasta donde alcanza nuestra memoria, el mundo ha experimentado una conmoción colectiva de la intensidad de la vivida a raíz de los atentados del 11 de septiembre en Nueva York y Washington. Aquel día volvió a ponerse terriblemente de manifiesto la pervivencia, en forma de terrorismo, de mentalidades totalitarias que pretenden imponer a sangre y fuego sus particulares visiones y objetivos.
En España llevamos muchos años padeciendo el delirio trágico de algunos fanáticos que se autoconceden el derecho de matar y mutilar en nombre de una ideología excluyente. Este tipo de amenazas está aumentando cuantitativamente en el mundo. Pero, cuanto más sólidos sean los sistemas que se basan en la libertad, más inútiles resultarán semejantes infamias.
La democracia es un fin, pero es también un medio en la lucha contra el terrorismo porque se asienta en el consenso social, en el anhelo generalizado de los ciudadanos de mantener ese tipo de sociedad, abierta y tolerante en la que toda persona merece asentar su existencia, y en el respeto a los derechos humanos.
Hablo, naturalmente, de una democracia real, no sólo formal, no aparente ni vacía: una democracia respetuosa con la dignidad individual, capaz de hacer convivir divergencias pacíficas y atenta al bienestar social. Una democracia vigorosa como la que se ha estado analizando y propugnando en esta Conferencia.
Si, en cualquier circunstancia, hubiera sido ya importante la organización de un Foro dedicado a examinar cuestiones relacionadas con el fortalecimiento de las democracias, la oportunidad nos parece hoy todavía mayor, debido a los trágicos acontecimientos del mes pasado. Los pueblos libres ni claudican ante el terrorismo ni constituyen una amenaza para el resto de los pueblos libres.
Nadie ignora que conseguir cimentar y mantener una estructura política tan compleja y delicada como es la democracia no resulta sencillo. Pero es indispensable.
Habrá siempre quien pretenda invalidar nuestros sistemas de libertades magnificando los fallos y minimizando los logros. Se ha acusado, por ejemplo, a la democracia de indiferencia ante las desigualdades. Pero, si bien es cierto que la democracia no se traduce, automáticamente, en una sociedad justa y perfecta, no lo es menos que ningún otro sistema favorece tanto el desarrollo, da tantos medios a los ciudadanos para alcanzar sus sueños o engendra tantos mecanismos para perseguir la corrupción.
Por lo demás, la historia y, desgraciadamente, la realidad de demasiados países, nos muestra que las alternativas a la democracia encierran en sí tal potencial de abusos y tal desprecio hacia la inteligencia y la dignidad de los seres humanos, que sólo pueden ser defendidas por quienes se aprovechan de ellas o por quienes se dejan atenazar por el miedo a la libertad.
No es exageración decir que los sistemas democráticos, aún perfectibles, pertenecen a una esfera ética distinta y superior a cualquier despotismo y cualquier autoritarismo.
España conoce bien, por experiencia propia, el dolor de haber perdido un régimen de libertades y la ventura extraordinaria de haberlo vuelto a alcanzar. Durante la transición no faltaron las dificultades ni los sobresaltos. Pero todas aquellas sombras, que en ocasiones parecieron tan densas, pertenecen definitivamente al pasado.
Nuestra experiencia en materia de transición, nuestra posición geográfica y nuestros lazos históricos y culturales con países que aún estando físicamente lejanos sentimos fraternos, hacen de España una nación especialmente interesada por la suerte de las democracias en el mundo. De ahí que esta Conferencia tenga nuestro apoyo entusiasta y haya encontrado en Madrid su sede natural.
Ojalá que este nuevo siglo, que algunos grupos intolerantes quisieran marcar con el signo de la violencia y del dogmatismo, sea el siglo de las libertades. Iniciativas como esta Conferencia y la asistencia de todos ustedes a sus trabajos, nos ofrecen la certeza de que crece y se extiende el número de quienes reconocen la ineludible urgencia de trabajar por un mundo mejor, en favor de las actuales y futuras generaciones.
Muchas gracias.