L
ehendakari, autoridades, amigos del País Vasco, me complace haber podido hallar en la clausura de este curso veraniego sobre Ignacio de Loyola la ocasión de visitar de nuevo Euskadi y de encontrarme una vez más con el pueblo vasco. La coincidencia deliberada de mi visita a esta tierra con la celebración del V Centenario del nacimiento del santo vasco me brinda, en efecto, una oportunidad inmejorable para, a partir de su figura, hacer una breve reflexión sobre otras realidades que nos afectan.
Aunque siempre puede ser comprometido establecer fáciles paralelismos entre épocas históricas, no puedo resistirme a señalar la existencia de importantes semejanzas entre los tiempos que vivió el vasco Ignacio y los que toca vivir a los vascos de hoy.Eran aquéllos, tiempos de cambios y profundas transformaciones. Tiempos también, como suele ocurrir en esos momentos, de crisis e inquietantes incertidumbres, de esperanza y de grandes ilusiones.
Europa se abría por entonces a mundos nuevos e insospechados, tanto en oriente como en occidente, gracias debo decir- al empuje de una España recién alumbrada, en cuya construcción interna y proyección exterior tanto tuvo que ver la aportación de este pueblo.La vieja Edad Media, feudal y teocrática, se descomponía, y de ella estaba esforzándose en renacer un orden social renovado.
La ciencia y la fe bifurcaban sus caminos en busca de sus correspondientes espacios de actuación. La propia Europa civil iba a verse sacudida por este estado de cosas, hasta el punto de generar dos grandes espacios culturales, que hoy vemos caminar hacia su definitivo rencuentro.
No es de extrañar que una crisis tan profunda y una transición tan vertiginosa de lo viejo a lo nuevo provocaran en Europa actitudes muy diversas y hasta radicalmente contrapuestas. Ignacio de Loyola abanderó una de ellas. Y, por paradójico que resulte en quien, sin duda desde el otro frente, ha sido considerado el adalid de la contrarreforma, se alineó con la idea de reformar en profundidad las estructuras existentes.
Consciente de la realidad y crítico con ella, sabedor de que el viejo orden había quedado caduco y que la fuerza con que irrumpía el nuevo resultaba irreductible, no optó ni por encerrarse estérilmente en el pasado ni por romper irresponsablemente con él, sino que prefirió, en vez de demoler la casa, abrir sus ventanas al nuevo aire de la modernidad e intentar que el espíritu del Renacimiento acabara produciendo una auténtica regeneración.Yo quisiera ver en este equilibrio ignaciano una característica casi histórica de la gente de este pueblo y un referente de lo que debe ser su actitud ante los nuevos tiempos.
Porque también hoy vive Europa, y con ella España, una época de cambios y transformaciones profundas. No hace todavía mucho tiempo que nosotros mismos iniciamos y culminamos una transición, que supuso un acertado ejercicio colectivo de prudencia y equilibrio. Y la gran mayoría de este pueblo supo y quiso incorporarse activamente a ella, optando una vez más por mantener unidos pasado y futuro, así como por compartir su empresa, desde la identidad legítimamente defendida, con todos los pueblos que integran España.
Y, superada felizmente nuestra propia transición, supimos y quisimos también adentrarnos juntos en Europa y compartir con ella el objetivo de restañar viejas heridas y superar seculares divisiones.
Las dos Europas, largamente divididas y enfrentadas, han comenzado un acelerado proceso de acercamiento gracias a un nuevo renacer de los principios de la democracia y de la libertad.Pero, dentro de tanto, cambios y de tantas incertidumbres, Europa entera ha reencontrado por fin la vieja guía que puede conducirla definitivamente a su objetivo. Por primera vez en nuestra historia tantas veces enfrentada, todos los europeos compartimos hoy el viejo anhelo común de un nuevo orden político y social, que pretende hacer finalmente realidad el espíritu de aquel humanismo renacentista de la época de Ignacio: un nuevo orden basado en la democracia y en la paz.
La democracia como respeto de la voluntad popular y la paz como fruto de la tolerancia entre opiniones legítimamente discrepantes.
Animar hoy a las gentes de Euskadi a participar activamente en la construcción de este nuevo renacimiento de España y de Europa no es sino animaros a que permanezcáis fieles a lo mejor de vuestra propia historia. Hasta el punto de que quien quiera hoy de entre vosotros situarse fuera de este magno objetivo español y europeo de instalarnos definitivamente en la democracia y en la paz, no sólo se habrá situado ya fuera de la nueva Europa, sino que se habrá colocado también al margen de la gran corriente histórica de su propio pueblo.
Hoy nos ha tocado presentar a Ignacio de Loyola como uno de los más preclaros exponentes de esa corriente. Como él, es necesario que sigamos caminando en ese sabio equilibrio que se abre paso entre el respeto a lo antiguo y la apertura a la modernidad, entre la lealtad a la propia identidad y la capacidad de compartir empresas comunes y universales.
Es esa arraigada actitud de sensatez histórica, que sólo se aprende con la experiencia adquirida a lo largo de milenios, lo que espera de los vascos la empresa común que se llama España, ligada indisolublemente a los pueblos de Iberoamérica y que hoy se inserta en una renacida Europa.
Eta, bukatu aurretik, nire poza agertu nahi dizuet berriz ere hemen izateagatik. Bisitaldi honek, gainera, Donostian bizi izandako neure haurtzaroko urteak ekarri dizkit burura, inguru hauetan eta etxe honetan bertan bizi izandakoak.
Eskerrik asko.
Bukatutzat ematen dut «Loiolako Inazio eta bere garaiko euskaldunei buruzko ikastaroa».
(Versión castellana.
Y antes de terminar me complace manifestaros de nuevo mi alegría por encontrarme aquí. Esta visita, además, ha traído a mi memoria los años de la infancia vividos en Donostia, en estos mismos alrededores y en esta misma casa.)
Muchas Gracias.
Queda clausurado el curso «Ignacio de Loyola y los vascos de su época».