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eñor Presidente de los Estados Unidos Mexicanos, señora De la Madrid, en pocas ocasiones las obligadas y tradicionales expresiones de bienvenida reflejan con tanto realismo nuestra satisfacción más íntima.
Recibir al Presidente de los Estados Unidos Mexicanos y a su esposa es, para la Reina y para mí, y para la España de hoy, no sólo una gran alegría. Es la confirmación de un antiguo parentesco entre dos pueblos libres, la evidencia de que nuestra centenaria relación prosigue y de que aún nos esperan largos y provechosos episodios.
Estáis, señor Presidente, en vuestra casa.
Deseo que os sintáis como la Reina y yo nos sentimos en México, arropados por el afecto familiar de vuestro pueblo, que no podía ver en el Rey constitucional de España -el primer monarca español que pisaba tierras mexicanas- la mera prolongación de la historia, sino la realidad de un vínculo antiguo entre dos pueblos soberanos, emparejados por ser contemporáneos en sus razones de Estado, abriéndose a la modernidad y consolidando una tradición de vida civil digna y justa.
Hay una estética y una emoción en la vinculación entre los hombres y las naciones a la que la historia se encarga de dar contenido y certificar o negar su vigencia.
Entre México y España hay una frontera humana compartida desde hace casi cinco siglos que, como dice Octavio Paz «ha sido alternativamente luminosa y sombría; es la historia de un conocimiento, un desconocimiento y un reconocimiento.»
Pero hasta en nuestros períodos de aparcamiento histórico nos ha pasado lo que a los personajes de Juan Rulfo: éramos elocuentes en nuestro silencio.
Desde el principio algo especial hubo entre México y España. La nueva España -desde 1520- no fue una apelación fortuita y arbitraria: «porque hay en ellas muchas de las cosas que se encuentran en España». Respondía a una premonición de cercanía, a la intuición de un encuentro más estrecho que el que imponía la historia.
En este espíritu de fraternal amistad os doy, en nombre del gobierno de la nación y del pueblo español, la bienvenida a España.
Señor Presidente, sigue siendo visible esta exclusiva e intensa afinidad, que en ocasiones nos remueve con la pasión propia de aquellos que viven a la vez toda su historia familiar, sin olvidar nada.
Decía uno de aquellos poetas que con tanto calor hace sólo unas décadas encontró refugio en tierras mexicanas, que en México «no ha pasado el pasado; sigue vivo y en pie».
Esa percepción iluminadora nos explica a los españoles muchas cosas.
Pero este pasado tan presente no debe oscurecer la visión de lo que queda por delante. Se ha dicho precisamente en México que las relaciones entre México y España había que sacarlas del exclusivo abrigo del archivo de Indias y de las academias.
Sabernos partícipes de empresas pasadas no debe entorpecer el hoy y el mañana. Intuimos que, en todos los campos, la mejor de la unión entre nuestros pueblos está por venir.
Han pasado ya ocho años desde el establecimiento de las relaciones diplomáticas plenas entre México y una España que recobraba la democracia. En estos años el entramado de nuestras relaciones se ha espesado.
México y España son hoy sociedades complejas, con un notable avance técnico e industrial.
La profundización de nuestra amistad renovada deberá dirigirse al reforzamiento recíproco de nuestras sociedades porque ha llegado la hora de mostrar a nuestros pueblos que el afecto y el reencuentro, que nos es tan natural y fácil, significa también una forma de mejorar la vida de mexicanos y españoles.
Si en nuestra lengua común y en nuestra historia encontramos el fundamento de una relación singularmente densa, busquémosla ahora en el futuro: este futuro también puede ser nuestro si no renunciamos a él por un encogimiento irracional.
No tenemos por qué resignarnos a entregar el futuro a una tecnología extraña dirigida por otros. Lo práctico, lo concreto, la invención y la ciencia, el comercio y la informática, se abrirán entre nosotros -como siempre lo han hecho las ideas y la poesía- si nos ponemos a ello con mentalidad contemporánea.
Señor Presidente, España está en estos días culminando su integración institucional en las Comunidades Europeas.
Algunos pretenden analizar este dato como una forma de distanciamiento español de las preocupaciones y los intereses de la América ibérica. Permitidme afirmar que nada puede ser más erróneo.
La fortaleza europea de esta España que visitáis, señor Presidente, podrá siempre contabilizarse como parte de la fortaleza americana. Una España económicamente robusta y sana puede mejor que nunca trabajar hombro con hombro con las naciones iberoamericanas. Y en lugar destacadísimo con México, primer socio económico de España en este área.
Ello sin dejar de lado la mayor movilidad que en el ámbito político tendrá una España integrada en los mecanismos del concierto europeo, quedando a su alcance resortes antes ajenos, y la posibilidad de activar intereses y preocupaciones por el mundo hispanoamericano en foros a los que antes no teníamos acceso.
Nosotros los españoles somos sin duda los que en Europa no podemos prescindir de la afirmación perentoria y ansiosa de nuestra americanidad. Estar institucionalmente en Europa no nos hace desertar de las Américas. El relevo de millones de españoles durante los últimos quinientos años es más que suficiente para estar en América y ser para siempre una España americana.
Señor Presidente, es irremediable ante un Jefe de Estado mexicano renovar una vieja y permanente gratitud española.
México ha dado refugio generoso a tantos españoles, tan sólo en este siglo, que preciso es manifestaros una y otra vez nuestro agradecimiento colectivo.
Han sido asturianos y gallegos, andaluces, extremeños, vascos y santanderinos, aragoneses y levantinos, castellanos y leoneses, todos los pueblos de España, los que han encontrado amparo en vuestros campos y ciudades, en vuestras fábricas y universidades.
Unos, empujando en los primeros tiempos de este siglo XX por las insuficiencias de una sociedad empobrecida; otros, más recientemente, obligados por una trágica tormenta civil. En nombre de todos ellos, el Rey de España os da hoy las gracias.
A mi vez, permitidme que a todos ellos les reconozca su leal integración con sus nuevos compatriotas a estos «españoles que tienen otro tanto de mexicanos», que nos continúan acercando, prolongando por la sangre y el afecto esta extensa peripecia a la que aún hay que añadir muchos capítulos.
Poco parece comparado con estos los «diez años de arrimo y compañía» que España ofreció a Alfonso Reyes. Nadie imaginaba que el autor de la Visión de Anáhuac, Ifigenia Cruel, los Cartones de Madrid y Simpatías y Diferencias, escritos en Madrid donde llega «como Ruiz de Alarcón» a «pretender en Corte», según él mismo dice en su Diario, iba a devolver al ciento por uno la ayuda que recibió de los Juan Ramón Jiménez, Menéndez Pidal, Díez Canedo, Moreno Villa, Salinas, Bergamín.
La Casa de España, fundada por el gobierno del general Cárdenas, se abre al calor de la simpatía y entusiasmo de Alfonso Reyes.
El patriarca de las letras castellanas en México no podía haber previsto, cuando se despedía de Madrid y sus amigos en 1924 diciendo aquellas emocionadas frases de «Viviréis en mi gratitud mientras yo viva, Adiós España muy mía», que las vueltas de la historia iban pronto a poner a prueba ese sentimiento.
Alfonso Reyes y Cossío Villegas volcaron sus energías y sus almas sobre aquellos españoles adoloridos.
La Casa de España y luego el Colegio de México fue no sólo una institución de cultura. Fue mucho más: fue un refugio y un bálsamo.
Es lógico que con motivo de su visita, señor Presidente, México y España hayan visto la ocasión propicia de rendir homenaje a la memoria de Alfonso Reyes, vecino de esta Villa y Corte de 1914 a 1924.
Señor Presidente, España y México se presentan a la comunidad internacional con características similares, desplegando, como potencias medias, nobles esfuerzos en la defensa del diálogo como mejor vía de solución de los conflictos entre las naciones.
Es necesario subrayar el dinamismo tradicional de la política exterior mexicana, que se ha caracterizado en los últimos años por su constancia y su calidad, tanto respecto de los problemas de su entorno geográfico como de aquellos globales que interesan a toda la humanidad.
La universalidad de los principios de la acción exterior de México ha constituido una aportación fundamental a la búsqueda de la paz y el desarrollo en cuantos foros internacionales se han ocupado de estos temas y las iniciativas mexicanas han estimulado siempre el debate sobre la necesidad de reestructurar las relaciones internacionales.
Nuestros dos gobiernos coinciden en que es imprescindible el relanzamiento del diálogo sobre desarme, la discusión sobre los modelos y fórmulas de apoyo al desarrollo y el saneamiento de las múltiples crisis periféricas que amenazan con extenderse fuera de todo control posible.
Independientemente de las responsabilidades inmediatas de los grandes centros de poder, nosotros, países en situaciones intermedias, tenemos la obligación de hacer ver que no es aceptable un orden de equilibrios mínimos o de fanatismos compensados, que tienden de hecho a sostener situaciones intolerables y justificar una peligrosa apatía internacional.
Muy cerca de nosotros, por geografía o por hermandad, se suceden momentos trágicos. Centroamérica se ve convulsionada por unos conflictos que resquebrajan su unidad y amenazan su progreso futuro.
La injusticia, la miseria y la ignorancia que perduran por haberse retrasado durante largo tiempo las ineludibles reformas que pide la historia y reclaman los pueblos, se encuentran en el origen de las rupturas y la violencia.
El proyecto de Contadora, que con tanto mérito y tenacidad iniciasteis y sostenéis personalmente, junto con los presidentes de Colombia, Panamá y Venezuela, es a todas luces la línea más corta para llegar a restablecer la paz.
No se trata sólo de llegar a un armisticio que prolongue una situación intolerable, sino de conseguir una paz estable, condición necesaria para construir un orden social, económico y político justo, que adopte la forma que cada uno de los pueblos de centroamérica decida libremente.
Desde los primeros momentos de la iniciativa de Contadora, mi gobierno respaldó las gestiones de paz, colaborando en llevar al ánimo de los países europeos la necesidad de trabajar por el éxito de esta mediación diplomática que, en su complejidad y ambición, tiene pocos precedentes en la historia reciente.
El apoyo prácticamente universal a vuestra iniciativa y a la estatura moral que Contadora ha adquirido son, además de la única esperanza real de paz para la región, una fuente de orgullo para todos los que nos sentimos hermanos en América y España.
Señor Presidente, he aludido ya a nuestra larga andadura común. Se acerca en ella una fecha simbólica. En 1992 se cumplirán los quinientos años de la llegada de las carabelas colombinas al continente americano. Se iniciaba así la historia de un mundo que había cambiado de imagen, una Imago Mundi diferente que exigió una reinterpretación radical de la ciencia, la filosofía y la teología.
La tierra fue, a partir de 1492, distinta, pues sus hombres se supieron distintos. Este es el hecho crucial, la gran revolución.
Como tal tiene dimensión universal. Pero fuimos nosotros, por un lado los habitantes de lo que hoy es la América ibérica y por otro los españoles del primer Estado moderno, los que alumbramos este nuevo mundo.
Fuimos también los que introdujimos la idea global -descubrimos el globo- que habría de trastocar la cartografía y proporcionar una nueva visión de la humanidad y de la cultura. Pero ello, tratándose de una celebración común al orden, es especialmente nuestra, americana y española.
Ante nosotros, señor Presidente, no tengo que exaltar la importancia del acontecimiento, pues México fue y es una de las naciones de mayores protagonismos.
Me permitiréis una sola observación: la decisión de celebrar el aniversario del encuentro de nuestras dos civilizaciones tiene que incorporar un elemento pragmático, llevar en sí la posibilidad de una comunidad inteligente de naciones, unidas por aquel momento de partida y por los cinco siglos subsiguientes, cohesionadas por un código cultural común, provistas de una voluntad libre de actuación conjunta, que defienda fines y objetivos compartidos.
Alguien dijo que le interesaba mucho el futuro porque el resto de su vida iba a pasarlo en él.
Así debemos concebir este aniversario, asociando recuerdo y acción, sin permitir que el rito falsifique la cuestión medular de intentar, de nuevo, pesar juntos en el mundo, modernizando lo que antaño hicimos.
Otras dos fechas singularizan este año a México.
Una es el aniversario de la Independencia.
Esta España democrática y renovada, cuando nuestros pueblos pueden vivir en paz con su pasado y, como dijo Luis Cernuda -otro de nuestros poetas compartidos-, en «la existencia juntas sobreviven victorias y derrotas que el recuerdo hizo amigas»; esta España -digo- celebrará con vosotros el CLXXV aniversario de la Independencia de México.
Como dije al recibir el Premio Simón Bolívar en 1983 «al asumir íntegramente hoy el legado de la historia común, comprometo también mi fidelidad a ese mensaje de libertad, justicia y paz en la mente de los hombres y en la vida de los pueblos» que nos legó la emancipación.
La segunda conmemoración mexicana que coincide este año corresponde a los setenta y cinco años de la Revolución de 1910.Fue aquel movimiento el adelantado del cambio social que exigían los tiempos y hoy es, para toda nuestra América, símbolo esencial de la afirmación nacional y de la integración social a que aspiran sus pueblos.
Son dos fechas a las que esta España reconciliada, abierta y democrática se asocia hoy, con alegría y satisfacción propia y familiar.
Señor Presidente, en nombre de la Reina y en el mío propio, deseo brindar por vuestra felicidad personal y la de vuestra familia, así como por la prosperidad del pueblo mexicano.