Cada año, cuando volvemos a festejar las letras alrededor de esta fecha y nuestro común sentir cervantino, cómo no, Alcalá de Henares y su Universidad nos acogen para la entrega del más distinguido premio de las letras en lengua española. Esta ceremonia ya constituye una verdadera liturgia, a la vez entrañable y solemne, en la que reconocemos y ensalzamos la excelencia de la literatura a través de los autores más prominentes en la lengua común de más de quinientos de millones de personas en el mundo. Y esta vez el premiado ha sido el gran escritor nicaragüense Sergio Ramírez. Don Sergio, en estas horas difíciles, toda España lleva a Nicaragua en su corazón.
Sergio Ramírez representa, en la literatura que se hace en América, la continuidad de una tradición que alberga nombres propios de enorme relevancia y de influencia decisiva en las distintas generaciones literarias en lengua española, desde el siglo XVI hasta la actualidad.
Ese influjo que ha tenido en el desarrollo de la cultura literaria la vitalidad narrativa hispanoamericana es un estímulo decisivo para nuestro idioma, y para el desarrollo de la ficción que impulsó Miguel de Cervantes en los tiempos en que Don Quijote hacía su tránsito decisivo por lo que Carlos Fuentes llamó “el territorio de La Mancha”.
Sergio Ramírez es una rama esencial de ese árbol que es la literatura de raíz cervantina. Toma el testigo de los primeros cronistas, de poetas posteriores como Sor Juana Inés de la Cruz, Gabriela Mistral, Octavio Paz o Pablo Neruda, y de narradores como Gabriel García Márquez, Miguel Ángel Asturias, Julio Cortázar o Mario Vargas Llosa, algunos de ellos también distinguidos con el Cervantes. En esta ocasión también, es justo reconocer a muchos escritores en su labor de custodios, durante tantos siglos, de las aportaciones a nuestra lengua que provenían de los pueblos originarios del continente americano.
El Cervantes abraza, pues, la literatura de Hispanoamérica y hoy abraza a Sergio Ramírez, el primer compatriota de Rubén Darío que recibe este reconocimiento y que hoy entra en esta academia de distinguidos con el mayor galardón de nuestras letras.
La vida ha puesto a nuestro autor muchas veces en la encrucijada: o asumir un compromiso político activo o dedicarse a la literatura. De ello, los testigos más cercanos están en su familia. Sus padres que, según él mismo nos cuenta, vieron en él la vocación temprana de escritor. Y cómo no, la inseparable compañera, Gertrudis Guerrero, conocida cariñosamente como “Tulita”, que desde muy joven ha sido su cómplice, compañera crítica y colaboradora activa en la vida y en una carrera política y literaria no exenta de riesgos y de renuncias. Sus hijos también han estado siempre en cada viraje de esa vida, que dulcemente tomó el destino de la literatura.
La historia podría haber sido diferente. Y ciertamente ese fue su temor, cuando vio cómo las tareas como vicepresidente de su país a mediados de los ochenta, y bajo el embate de un conflicto cruento, comprometían su tiempo completo y sus energías. Pero en lugar de resignarse, el escritor decidió robarle tiempo a la madrugada y escribir al menos dos horas cada día antes de volver a vestir la camisa de líder político. Fue en ese tiempo de sacrificios cuando engendró su novela más querida: Castigo divino.
De hecho, se podría decir que Sergio Ramírez ha seguido escribiendo la gran novela centroamericana, dotándola de modernidad y amplitud, en la mejor tradición del ilustre guatemalteco Miguel Ángel Asturias. Y lo ha hecho también en la narrativa de los cuentos, de los que es uno de sus mejores exponentes. Podría decirse que por cada uno de sus cuentos hay un mundo entero.
Es, por decirlo así, heredero de ese fenómeno literario que aglutinó a una pléyade de autores con los que ha crecido la lengua española, y con los que él se ha relacionado estrechamente. Como sucesor de aquellos maestros, se ha entregado por igual al compromiso con la lengua y con la ciudadanía. De ese modo, en tiempos en que su país lo precisó, dejó las letras para abrazar una causa con la que estuvo altamente comprometido.
"...Hoy reconocemos a un embajador de Cervantes y de la patria de Darío que, con usted, ha vuelto a casa, a esta casa que es la lengua de todos..."
Al volver a casa, a la casa familiar de Masatepe, nuestro galardonado, aun con el temor de perder la nave de la literatura, recuperó la memoria del elenco de personajes que había en su propia familia, y que tan bien retrató en Un baile de máscaras. A esa casa volvería en un cuento formidable: No me vayan a haber dejado solo, en el que recorre una por una las habitaciones ahora vacías. Es su viaje hacia la felicidad perdida por la capacidad que tiene el tiempo para despojar a las personas de la luminosa niñez. Pero es también una reivindicación de la escritura como elemento capaz de hacer más entrañable y más cercano aquello que nos hizo como personas y que en su caso no se ha desvanecido.
La literatura de Ramírez se empapa de toda su patria. De la Managua profunda, que unos investigadores desencantados e ingeniosos recorren como Quijotes. Y también su León, en la que estudió y donde descubrió el amor y la conciencia política. Allí mismo fue donde llegó a morir Darío, personaje memorable de la novela Margarita está linda la mar, y a quien Valle-Inclán otorgó el cetro de la poesía, en Luces de Bohemia.
Dejó el poder y abandonó la política, y decidió dejar atrás la vida pública. Y dejó un texto que es modelo de saber decir adiós a compañeros de camino, sin dejar rencores, en su autobiografía Adiós muchachos. Después, este hombre reposado se ha dado en cuerpo y alma a la tarea de dejar una obra literaria ingente para su país y para todos nosotros.
Y lo ha hecho en su país, siempre. Sergio Ramírez no ha vuelto a vivir en otra parte que no sea Nicaragua. Pero eso no le impide viajar y empaparse de las diferentes realidades del mundo. Como tiene la costumbre de firmar desde el lugar donde se encuentra, podemos seguir su periplo por el mundo, como cronista fiel de los sucesos que reflejan la aventura de vivir.
Con ese compromiso entrega cumplidamente sus columnas, esperadas y leídas en medios importantes de Hispanoamérica. En ellas nos regala su mirada, que se adentra en los vericuetos de “esa deidad tan escurridiza que es la verdad”, en sus propias palabras.
La mirada de Sergio Ramírez refleja preocupaciones universales y concretas, como cuando lo vimos adentrarse en las calles de Haití, poco antes del desolador terremoto, y profundizar en las consecuencias de la violencia y la desigualdad, como uno de los narradores de la serie de Testigos del Olvido cuya obra completa pudimos contemplar en el Instituto Cervantes, del que nuestro premiado después sería patrono.
Los que lo conocen de cerca dicen de él que es un hombre reposado de actividad vertiginosa. Su labor editorial reúne a autores jóvenes en diálogo con otros ya consagrados. Su contacto con la juventud y con las nuevas tecnologías le han permitido mantenerse apegado a la realidad de nuestro mundo, complejo y fascinante.
Centroamericano convencido de las posibilidades y la riqueza de una región tan intensa y querida, ha sabido navegar en aguas turbulentas y entender el poder como un accidente del que le salvó la literatura. Su compatriota Gioconda Belli lo describe como un “Quijote infatigable” que, podemos decir, sigue ahora su camino.
Le saludamos hoy, querido Sergio Ramírez, como gran cronista y narrador en un país, donde según el dicho popular, se sospecha que “todo el mundo es poeta, o hijo de poeta”.
Sabemos que la generosidad y amplitud de su literatura sabrá compartir la alegría de este premio con ese pueblo hermano de herederos de Darío, como los escritores José Coronel Urtecho, Joaquín Pasos, Salomón de la Selva, Carlos Martínez Rivas, Ernesto Cardenal o Pablo Antonio Cuadra del que usted heredó el sillón en la Academia Nicaragüense de la Lengua.
Hoy reconocemos a Sergio Ramírez embajador de una lengua de todos, enriquecida con la enorme herencia de las culturas indígenas mayas, chorotegas, náhuatl, y de las culturas afrodescendientes de su costa Caribe, cuya sabiduría y lirismo podemos apenas vislumbrar en las palabras que pasaron a engrosar el español que tan magistralmente usted ha cultivado. Hoy reconocemos a un embajador de Cervantes y de la patria de Darío que, con usted, ha vuelto a casa, a esta casa que es la lengua de todos.
Muchas gracias.