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uenas noches a todos.
En esta nochebuena, en que recordamos y celebramos el nacimiento del Hijo de Dios, quisiera transmitiros, en nombre de la Reina, de mis hijos y en el mío propio, mis mejores votos de felicidad.
La mayoría de nosotros pasamos estas horas reunidos en familia, disfrutando del calor y el afecto que encontramos en esta institución tan necesaria para el desarrollo en armonía del ser humano. Otros os encontraréis alejados de vuestro entorno familiar o quizá solos. Para todos, mis mejores deseos de paz y bienestar.
Estas fechas invitan siempre a la reflexión y a compartir aspiraciones nobles y sentimientos generosos. Permitidme, pues, que aproveche esta ocasión para trasladaros algunas consideraciones y esperanzas, con la sincera voluntad de acertar a interpretar con ellas vuestras preocupaciones y anhelos.
El mundo en el que vivimos está evolucionando muy deprisa. Estamos asistiendo a la quiebra de un modelo basado en la hostilidad y en la tensión. La sociedad internacional busca un nuevo esquema de relaciones que sustituya el enfrentamiento por el entendimiento, la rivalidad por la cooperación.
Es verdad que subsisten focos de conflicto y regiones en las que el odio y la sinrazón aparentan estar ganando la partida a la convivencia razonable. Sin embargo, me parece un hecho cierto que la fuerza en las relaciones internacionales va siendo, cada día más, moralmente arrinconada por un rechazo generalizado y socialmente desautorizada por espontáneos movimientos de solidaridad en favor de sus víctimas.
Este estado de ánimo de la comunidad internacional nos aporta motivos de esperanza.
Sabemos, desde luego, que el mundo está todavía lejos de descartar la violencia como método de solución de sus problemas. Pero también hemos visto recientemente, y pienso en particular en Oriente Medio, los pasos de gigante que se han dado para encontrar arreglos civilizados a conflictos seculares que han derramado sangre tan abundante como estéril.
Esta esperanzadora evolución nos permite afirmar que, con sus naturales limitaciones y contradicciones, la voluntad de los pueblos de convivir en paz va progresivamente abriéndose paso frente al deseo de imponerse sobre los otros por cualquier medio.
En paralelo a esta voluntad de paz, la comunidad internacional tiene que cultivar hasta su extremo la pasión por la justicia, porque la paz sin justicia es violencia silenciosa.
Los medios de comunicación introducen a diario en nuestras vidas el triste espectáculo de la miseria, la ignorancia, el hambre y la opresión que atenazan a miles de millones de seres humanos en amplias regiones del mundo. Sabemos, porque nos lo grita nuestro corazón, que este estado de cosas es incompatible con la verdadera paz que todos anhelamos.
En los países que gozamos de un razonable nivel de desarrollo, el instrumento para hacer realidad esa ambición de justicia no puede ser otro que la solidaridad activa y comprometida.
Resulta alentador constatar que la sociedad española, y en especial nuestra juventud, ha dado muestras elocuentes de su ejemplar capacidad para movilizar las conciencias en favor de nobles ideales y para aportar su esfuerzo generoso en beneficio de los que menos tienen y de los que más sufren.
La Unión Europea sigue consolidándose y reforzando la cohesión entre sus miembros, al tiempo que amplía sus límites y se abre a nuevos países. Los españoles, como tantos otros europeos, estamos haciendo un gran esfuerzo de adaptación a las nuevas realidades y desafíos que entraña un proyecto ambicioso, del que tanto depende un futuro más próspero y seguro.
Recientemente tuve ocasión en el Colegio de Europa, de hacer un llamamiento que ahora quisiera reiterar: la Europa que estamos construyendo no debe olvidar nunca que, además de perseguir legítimas metas económicas, ha de ser abierta y solidaria y servir por encima de todo a sus ciudadanos, que han de encontrar en ella el marco adecuado que les permita satisfacer sus necesidades humanas y sociales.
Este año que estamos finalizando no ha sido fácil. En nuestra sociedad se perciben muestras de inquietud y desánimo. Seguimos arrastrando las graves consecuencias sociales que ha generado la crisis económica. El desempleo continúa afectando a un número importante de personas, en especial a los más jóvenes y a los sectores de población más frágiles.
Sin embargo, hay signos alentadores de recuperación económica. Para que sus efectos tengan la incidencia deseada en la vida de cada ciudadano y en el desarrollo armonioso y equitativo de nuestra sociedad, debemos aprovecharnos a fondo en beneficio del empleo, del crecimiento y del progreso para todos.
Somos afortunados porque vivimos en democracia y bajo el imperio de la ley que nos asegura una convivencia libre y pacífica. Pero si podemos sentirnos en buena medida orgullosos de nosotros mismos, no podemos en cambio sentirnos satisfechos.
Debemos poner todos los medios necesarios para corregir y eliminar las desigualdades que impiden que todos los ciudadanos puedan gozar de las mismas oportunidades para su pleno desarrollo.
No podemos aceptar como inevitable el que importantes sectores de población vivan aún en condiciones de pobreza y permanezcan al margen del progreso económico y social.
Es necesario que intensifiquemos nuestros esfuerzos para evitar que nuestros jóvenes se refugien en las drogas arruinando o perdiendo sus vidas.
Tenemos que prestar mayor atención a la protección de nuestra infancia y al amparo de nuestros mayores, que nos han dado a lo largo de toda una vida lo mejor de ellos mismos.
Hemos de procurar con generosidad y justicia la integración de los extranjeros que residen entre nosotros y rechazar y perseguir las manifestaciones de intolerancia, racismo, xenofobia, que atentan tan directamente a la dignidad de la persona. Tenemos que aprender a convivir con quienes son social, cultural o religiosamente diferentes.
Es imprescindible que sigamos firmemente unidos para combatir con eficacia la violencia terrorista que, desgraciadamente, sigue causando víctimas inocentes y alterando nuestra convivencia en paz y libertad.
Es preocupación muy extendida que vivimos una crisis de valores. Pero quiero deciros que estoy convencido de que esa crisis no es de fondo ni esencial, sino coyuntural. Lo creo así, porque tengo la certeza de que todos y cada uno de nosotros sabemos y asumimos sin reservas que, tanto en la vida individual como en la colectiva, las referencias éticas son imprescindibles para el pleno y feliz desarrollo del hombre y de la sociedad. Los grandes valores de justicia del mundo moderno: la libertad, la igualdad y la solidaridad, están recogidos en nuestra Constitución, norma básica del juego limpio de nuestra convivencia en paz.
La ley es igual para todos, hombres y mujeres, tanto si ejercen actividades privadas como públicas. Pero existen unos deberes inexcusables de ejemplaridad para quienes tienen responsabilidades públicas. Estas explican que determinados comportamientos de corrupción hayan levantado sentimientos de justa inquietud e indignación porque con el mal ejemplo que suponen, erosionan la convivencia y relativizan el valor moral de la democracia.
Debemos seguir corrigiendo con firmeza los abusos que se han cometido, pero tenemos también que reflexionar sobre sus causas y circunstancias para conseguir erradicarlos. Es conveniente que esa reflexión la hagamos en todo caso desde una óptica serena, sin caer en generalizaciones ni simplificaciones, y en el respeto y el aprecio por quienes, en su mayoría, desempeñan de manera honesta y desinteresada tareas de servicio a los ciudadanos y al Estado en el ejercicio de su vocación pública.
Desde esa permanente referencia ética que debe presidir nuestras vidas, podemos y debemos ser mucho más exigentes, tanto en el disfrute de nuestros derechos, como en el cumplimiento de nuestros deberes individuales y de nuestras obligaciones sociales. El riguroso acatamiento de las leyes, el recto proceder y el cultivo de ideales de servicio y respeto a los demás, son valores que todos, cualquiera que sea nuestra condición o circunstancia, debemos exigir y debemos practicar.
El carácter plural de España pone de manifiesto en ocasiones diferencias que tienden a generar tensiones en nuestra vida colectiva. Como tantas veces antes he hecho, quisiera hoy reiterar lo que resulta evidente: que son muchas más las cosas que nos unen que las que nos separan.Podemos y debemos resolver estas diferencias buscando la armonía, la cohesión y el interés colectivo. Tenemos motivos más que sobrados para sentirnos orgullosos de lo que hemos logrado juntos a lo largo de la historia y en el momento presente, gracias al esfuerzo de cada uno de nosotros y de todos como pueblo.
Mi confianza en España es inconmovible y mi esperanza en su futuro, grande. Deseo animaros a que compartáis conmigo esa confianza y esa esperanza que deben presidir nuestro caminar colectivo.
En esta noche quisiera enviar mi recuerdo a nuestros compatriotas que, en el territorio de la antigua Yugoslavia, están llevando a cabo acciones de paz, en circunstancias particularmente difíciles, y a los que se encuentran prestando su ayuda generosa en países del Tercer Mundo.Todos ellos están encarnando el mejor espíritu de esta navidad y nos dan un ejemplo que nos llena de orgullo.
También, deseo saludar con afecto a los españoles que viven fuera de España y a los pueblos amigos de Iberoamérica y de los países árabes.
A todos vosotros, os reitero mi felicitación pidiendo a Dios que nos proteja y nos ayude.
Felices pascuas.