L
a investigación, el deseo de saber, es una de las más nobles pasiones que pueden darse en el hombre. Saber no sólo sirve para hacer avanzar el conocimiento, sino además, para poder actuar y desarrollar así nuevos recursos y posibilidades que mejoren y faciliten la vida de los ciudadanos.
No podríamos albergar esperanzas de progreso y desarrollo sin los hombres y las mujeres que se dedican a la investigación. Por eso la sociedad tiene el deber de disponer de lo necesario para que puedan cultivar, en condiciones adecuadas, esa curiosidad de la que todos nos beneficiamos, y disponer de mecanismos e instituciones bien dotadas, que hagan posible la renovación constante de su personal investigador, facilitando la vocación de jóvenes científicos y el desarrollo de los primeros tramos de su vida profesional.
Con la entrega de los Premios Nacionales de Investigación rendimos homenaje a quienes más se han distinguido en esta noble tarea.
A la luz de su ejemplo, vemos con orgullo que las aportaciones españolas están contribuyendo de forma cada vez más amplia y sostenida a la progresión de la ciencia.
En el contexto internacional, no hay prácticamente campo de la actividad científica del que estén ausentes con mayor o menor relevancia los investigadores españoles. Y lo mismo sucede a escala nacional, en el sentido de que también en España está creciendo considerablemente la práctica de la ciencia.
El que así haya sido se debe a diferentes factores, de entre los cuales no cabe olvidar el desarrollo del sistema universitario, que ha incrementado de forma tan importante el número de doctores. Por otra parte, la planificación de la política científica, respaldada por adecuados apoyos legales, institucionales y políticos, ha permitido asentar un sistema de Ciencia y Tecnología basado en la programación de las actividades de Investigación y Desarrollo mediante proyectos de convocatoria competitiva seleccionados a través de rigurosos procedimientos de evaluación.
Sobre esta base es posible encarar el futuro inmediato de la investigación científica española y plantearse nuevas metas en este ámbito. Podemos albergar razonables esperanzas de que hay capacidad para resolver las diferencias y problemas existentes, así como los que puedan surgir, y también esperar más y mayores logros de nuestros equipos.
Es tradición en España el interés de la Corona hacia la práctica de la ciencia, que se traduce en su mecenazgo y protección. De esa tradición habla, por ejemplo, la fundación por el Rey Felipe II, en 1582, de la Academia de Matemáticas de Madrid, una de las primeras de su tiempo y de la que fue director Juan de Herrera.
En el siglo XVIII fueron constantes las iniciativas que, según decía la fórmula de la época, se llevaron a cabo "de orden y a expensas del rey", desde la expedición de Antonio Ulloa y Jorge Juan, en el reinado de Felipe V, hasta las empresas científicas protegidas o impulsadas por Carlos III, como las expediciones botánicas a América de Hipólito Ruiz y José Pavón o la de José Celestino Mutis.
Los vínculos que históricamente han unido a los hombres de ciencia con la Corona, no son cosa del pasado, sino también requerimientos del presente, pues un país avanzado es aquel que sabe conciliar innovación con tradición.
Innovación para estar al día con las nuevas formas de organización y gestión de la ciencia que la sociedad actual exige. Y tradición para preservar la certidumbre de que el cultivo de la investigación científica es de interés común y merece, por tanto, nuestro apoyo y el especial reconocimiento de las más altas instancias, como este acto muestra.
Quiero terminar dedicando un recuerdo de gratitud a los otros componentes que forman parte de los equipos de los científicos que hoy distinguimos, y expresar a los premiados mi más sincera felicitación, animándoles a continuar desarrollando su trabajo con la convicción de que prestan un servicio de valor inestimable al avance de España y al porvenir de todos los españoles.